martes, 23 de julio de 2013

Sobraos/as

Percibo cada día una mayor concentración de estupidez en este país. Puede que esté relacionado con el cambio climático, que el efecto invernadero haga que se disparen los niveles de estúpidos/as que pueblan las ciudades de la geografía española.
Aunque si realizáramos un estudio detallado estoy seguro que los porcentajes más altos se encontrarían en espacios concretos como la televisión y el Congreso, cualquier ambiente es propicio para encontrarte con uno de estos seres.
Pero como todo en la vida, hay categorías. No todos los sobraos/as están al mismo nivel.
Tenemos sobraos/as de primera categoría, los que van de intelectuales. Intelectuales de izquierdas, por supuesto. Desde que gobierna el PP se han reproducido exponencialmente, como el Gremlin malo que se lanza a la piscina.
Ellos/as saben que están por encima de los demás, es natural que miren a todo el mundo por encima del hombro con un mezcla de arrogancia y condescendencia. Ellos/as son antifútbol, antitaurinos, anticlericales y cuando van al baño leen a Proust y Sartre. Escuchan música albana, eritrea y de diversas aldeas al norte de Nueva Delhi de las que no conozco el nombre debido a mi falta de cultura.
Los demás somos un rebaño de homo sapiens subdesarrollados, básicos e ignorantes que no merecemos ni pisar el mismo suelo que ellos/as. Por suerte las pocas ocasiones que abandonan sus tronos dorados y deciden descender entre nosotros, no andan, levitan.
Algunos son tan generosos/as que deciden compartir su sabiduría con la masa a través de la televisión, como Pablo motos. Sus programas científicos y divulgativos contribuyen a elevar nuestro coeficiente de “patético” a “triste”. También aumentan de manera considerable sus cuentas corrientes y les convierten en las estrellas de anuncios de telefonía, pero estos son asuntos menores, su misión es salvarnos de la inmundicia intelectual en la que nos encontramos.
Nunca las parece suficiente. Uno de ellos ha decidido dar un paso más y con la ayuda del gran Carlos Jean, músico y productor insigne experto en hacerse rico con el trabajo de los demás, se han propuesto devolver al mundo musical al grado de excelencia que ha perdido. Van a reclutar un grupo de niños para formar una “boy band”. Para los que no dominen el inglés: un grupo de adolescentes muy monos que no saben cantar,  ni bailar, que no tocan ningún instrumento, pero que dan mucho dinero gracias al resto de adolescentes que los convierten en sus ídolos.
No tengo ninguna duda que siendo tan de izquierdas todo ese dinero será para los niños y sus familias, nada de contratos leoninos y de letra pequeña que enriquezca aún más a nuestros queridos intelectuales. Están por encima de lo material, son casi seres etéreos.
Es en el mundo de la música donde encontramos a los estúpidos/as de segunda categoría. Los que piensan que son el centro del mundo, cuando en realidad viven en las afueras y mal comunicados. Esos mismos que hace un mes eran personas humildes, normales, que trabajaban en el Mercadona para poder grabar su primera maqueta.
Es grabar esa maqueta y trasladarse a una dimensión paralela donde ahora son dioses/as, figuras eternas de la música, rodeados de cortesanos que deben satisfacer sus deseos y arrodillarse a su paso cegados por la luz de su don divino.
La misma gente que les ayudó a empezar, les dio la primera oportunidad, o les hizo una buena crítica de su disco se convierten en desconocidos, pierden su nombre para pasar a llamarse “tú”, “ese de ahí” o “esta”. Antes eran compañeros de copas y ahora “ellos” tienen que tratar con sus asistentes, managers y public relations para preguntarles la hora.
Caminan con el cuello muy estirado, como si tuvieran miedo de cruzar la mirada con una de esas personas inferiores, los mismo que iban a sus conciertos multitudinarios de 17 espectadores en una sala pequeña y oscura cuando nadie les conocía. Tienen miedo de que puedan contagiarles su mediocridad.
Pero andar mirando hacia arriba puede ser peligroso. Antes o después tropiezas y caes de boca al suelo. Y nadie se moverá un milímetro para ayudar a ponerte de nuevo en pie.

Queridos sobraos/as: el sol no brilla cada día sólo para iluminaros, cuidado no os vaya a quemar el culo.

viernes, 19 de julio de 2013

¡Tú qué sabes!

Mis amigos me acusan de que no soy sociable. En este caso tienen razón. Defiendo mi derecho a no ser sociable con personas estúpidas.
Entiendo que la estupidez es un concepto subjetivo. Una persona que me resulte estúpida puede ser encantadora para el resto de la humanidad. Yo mismo estoy seguro que les parezco estúpido a un grupo numeroso de personas, mayor desde que escribo un blog. Y hay una o dos que no estarían de acuerdo.
Me limitaré a exponer mi afirmación. Para cerrar esta reflexión dejaré un consejo por si se diera el caso de que alguien comparta mi punto de vista.
Lo primero que quiero dejar claro es que no soy una persona clasista, no hago distinciones por sexo, raza, religión o edad. Detesto a todo el mundo por igual.
Pero la estupidez y la hipocresía ocupan los dos primeros puestos en mi lista. No pretendo escribir un ensayo, así que me centraré en la primera.
Mi grupo de amigos esta compuesto de personas que sí son sociables, con una gran capacidad de empatía, por lo que siempre que hay alguien nuevo hacen todo lo posible para que se integre, se sienta cómodo.
Yo participo en menor grado, no soy un gran conversador así que me dedico más a escuchar que a intervenir en las conversaciones grupales. Cuando se forman pequeños grupos y se inician conversaciones más especializadas busco el lugar en el que mi aportación pueda ser mayor
No voy a pecar de falsa modestia, en algunos campos mis conocimientos son mayores que los de la media, lo que no me otorga una posición de superioridad ya que son asuntos triviales: fútbol, cine, música. Pero pueden servir en esa labor de integración.
Soy moderado en mis opiniones, especialmente cuando no estoy de acuerdo. No me gusta descalificar a nadie porque piense de manera distinta. Incluso en el caso de que sepa con certeza que la otra persona no tiene ni idea de los que está hablando Si no tengo una opinión de un asunto porque lo desconozco no me cuesta admitirlo.
Existen personas que piensan que saben de todo, que su opinión de cualquier tema debe ser considerada verdad absoluta. Todos los demás no saben de que hablan y su obligación como ser superior es decírselo de la manera más arrogante y despectiva posible para que no vuelvan a abrir la boca, aburriendo a los demás con su estupideces: “¿Qué te gusta Woody Allen, ese pseudointelectual pretencioso?, tú no tienes ni idea de cine, para hablar conmigo primero te ves la filmografía completa de Bergman y Ozukiro Oje”.
Ante este tipo de elementos me niego a ser sociable. Que nadie pretenda que me siente a sus pies y escuche embelesado como si fuera un discípulo deslumbrado por la sapiencia de su maestro. Optaré por irme y buscar otra conversación. Salvo que me toque las narices con una referencia personal, en cuyo caso mi respuesta no optaría a la más amable del año. No porque contenga palabras malsonantes, sino una proporción elevada de ironía lo más ácida posible.
Si conocéis a una de esta personas y aún no habéis sido bendecidos con una de sus conferencias, preparaos porque antes o después llegará el momento. Un día impartirá una master class sobre música Indie, cine expresionista alemán, auténtico madridismo o bioecología. Ese tema del que vosotros si sabéis un par de cosas pero en el que nunca habéis tratado de parecer los más listos de la clase.
Dejadle que hable, que se confíe, que desprecie a todos los presentes por vuestra tremenda ignorancia y entonces atacad al cuello, demostradle que no sabe de que está hablando, que él es el ignorante. Con elegancia, pero de manera contundente. Callar a un bocazas es uno de los pequeños placeres que ofrece la vida.

Podéis verlo como un servicio público, en favor del bien común. Todo el mundo os lo agradecerá, no de manera ostensible porque socialmente está feo dedicar una ovación con la víctima delante, sino con una mirada o una media sonrisa que digan “!bien hecho¡”.