Mis
amigos me acusan de que no soy sociable. En este caso tienen razón. Defiendo mi
derecho a no ser sociable con personas estúpidas.
Entiendo
que la estupidez es un concepto subjetivo. Una persona que me resulte estúpida
puede ser encantadora para el resto de la humanidad. Yo mismo estoy seguro que
les parezco estúpido a un grupo numeroso de personas, mayor desde que escribo
un blog. Y hay una o dos que no estarían de acuerdo.
Me
limitaré a exponer mi afirmación. Para cerrar esta reflexión dejaré un consejo
por si se diera el caso de que alguien comparta mi punto de vista.
Lo
primero que quiero dejar claro es que no soy una persona clasista, no hago
distinciones por sexo, raza, religión o edad. Detesto a todo el mundo por
igual.
Pero la
estupidez y la hipocresía ocupan los dos primeros puestos en mi lista. No
pretendo escribir un ensayo, así que me centraré en la primera.
Mi grupo
de amigos esta compuesto de personas que sí son sociables, con una gran
capacidad de empatía, por lo que siempre que hay alguien nuevo hacen todo lo
posible para que se integre, se sienta cómodo.
Yo
participo en menor grado, no soy un gran conversador así que me dedico más a
escuchar que a intervenir en las conversaciones grupales. Cuando se forman
pequeños grupos y se inician conversaciones más especializadas busco el lugar
en el que mi aportación pueda ser mayor
No voy a
pecar de falsa modestia, en algunos campos mis conocimientos son mayores que
los de la media, lo que no me otorga una posición de superioridad ya que son
asuntos triviales: fútbol, cine, música. Pero pueden servir en esa labor de
integración.
Soy
moderado en mis opiniones, especialmente cuando no estoy de acuerdo. No me
gusta descalificar a nadie porque piense de manera distinta. Incluso en el caso
de que sepa con certeza que la otra persona no tiene ni idea de los que está
hablando Si no tengo una opinión de un asunto porque lo desconozco no me cuesta
admitirlo.
Existen
personas que piensan que saben de todo, que su opinión de cualquier tema debe
ser considerada verdad absoluta. Todos los demás no saben de que hablan y su
obligación como ser superior es decírselo de la manera más arrogante y
despectiva posible para que no vuelvan a abrir la boca, aburriendo a los demás
con su estupideces: “¿Qué te gusta Woody Allen, ese pseudointelectual
pretencioso?, tú no tienes ni idea de cine, para hablar conmigo primero te ves
la filmografía completa de Bergman y Ozukiro Oje”.
Ante
este tipo de elementos me niego a ser sociable. Que nadie pretenda que me
siente a sus pies y escuche embelesado como si fuera un discípulo deslumbrado
por la sapiencia de su maestro. Optaré por irme y buscar otra conversación.
Salvo que me toque las narices con una referencia personal, en cuyo caso mi
respuesta no optaría a la más amable del año. No porque contenga palabras
malsonantes, sino una proporción elevada de ironía lo más ácida posible.
Si
conocéis a una de esta personas y aún no habéis sido bendecidos con una de sus
conferencias, preparaos porque antes o después llegará el momento. Un día
impartirá una master class sobre música Indie, cine expresionista alemán,
auténtico madridismo o bioecología. Ese tema del que vosotros si sabéis un par
de cosas pero en el que nunca habéis tratado de parecer los más listos de la
clase.
Dejadle
que hable, que se confíe, que desprecie a todos los presentes por vuestra
tremenda ignorancia y entonces atacad al cuello, demostradle que no sabe de que
está hablando, que él es el ignorante. Con elegancia, pero de manera
contundente. Callar a un bocazas es uno de los pequeños placeres que ofrece la
vida.
Podéis verlo
como un servicio público, en favor del bien común. Todo el mundo os lo
agradecerá, no de manera ostensible porque socialmente está feo dedicar una
ovación con la víctima delante, sino con una mirada o una media sonrisa que
digan “!bien hecho¡”.
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