miércoles, 7 de marzo de 2012

Todo depende del color del cristal con que se mira

Mi primer amor, pre-adolescente, se llamaba Virginia. Yo tenía 14 años y ella 13. Era mi primer contacto con mujeres (yo estudié 12 años en un colegio religioso, rodeado de compañeros), gracias a la Academia de Inglés y la cariñosa preocupación de mi madre por mi pobre nivel de inglés.
Vivíamos cerca, así que además de la clase, compartíamos el viaje de vuelta en autobús. Nunca antes me había parecido tan bonito ese recorrido, las calles del Puente de Vallecas no tenían esa luz, ese color, esa magia, si no las recorríamos juntos.
Al final del curso, estaba convencido de que ella sentía lo mismo que yo, la complicidad, ese chispazo al mirarla, que el viernes por la tarde era el mejor día de la semana. Con una gran habilidad, impropia de mí, al menos en estos terrenos sentimentales, torpeza que mantengo en la actualidad, le pedí el teléfono, para “estar en contacto”. Un plan maestro.
Pero mi decepción fue mayúscula, cuando en ese teléfono se ponía un señor que me decía que aquello no era un domicilio particular, sino una tienda. Seguro de que había cogido mal su número. Hice un máster de probabilidad con los números que tenía en combinaciones de elementos infinitas, sin resultado. Como conocía su barrio, la busqué sin descanso, bloque por bloque, pero no la hallé. Un final dramático.
Por supuesto no la olvidé, su recuerdo me acompañó siempre, lo que pudo ser, nuestra vida feliz en común, un futuro vital completo. Aunque tuve cientos de oportunidades, me mantuve fiel, era demasiado importante como para ensuciar la espera con aventuras de sexo salvaje de una sola noche.
Y un día mi fidelidad tuvo premio, unos 10 años después, estaba en mi portal, esperando el ascensor. La reconocí al instante a pesar del tiempo pasado, pero no fui capaz de decirle nada por la emoción. Vi en que piso se bajaba y al día siguiente, en otro despliegue de astucia, conseguí confirmar con el vecino al que había visitado, que era ella.
Enorme fue mi alegría, cuando me contó que era de su grupo de teatro, que se reunían todos los domingos en un colegio enfrente de mi casa. Por una vez, bendije la enseñanza pública. La película tendría final feliz.
El domingo siguiente fui al colegio, más nervioso que antes de una final de Champions del Madrid. Por fin llegó el momento, la vi, me vio, me presenté... y no se acordaba de mí. Fue correcta, educada, amable y nada más. Era feliz con su vida, su trabajo, el teatro y su novio.
Cualquier otra persona, pensaría que nuca hubo nada entre nosotros, que todo fue una ilusión, una invención de mi imaginación. Pero yo sé que no es así, que al irme del colegio, inventó alguna excusa para irse a un lugar solitario y allí lloró amargamente por el amor de su vida perdido por culpa del azar. Esto es a lo que se llama final alternativo.

4 comentarios:

  1. Tu subconsciente te ha hecho más feliz sin duda que con un simple final.

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    1. Es lo que se llama una "licencia creativa". Alguna ventaja debe tener escribir.

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  2. Jejeje, pensé que era la única que se montaba películas románticas en su cabeza. La historia es bonita a pesar de su irrealidad :). A lo mejor vuelves a encontrártela a la vuelta de la esquina, cronológicamente es lo que toca :P

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    1. Pues ya ves que no estás sola en el terreno de la ficción.

      Si me la vuelvo a encontrar solamente espero que le vaya bien y sea feliz. Debe ser la madurez.

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